martes, 28 de febrero de 2012

Capítulo 16: Velada de estrellas


Cristhian me guió fuera de la habitación, y subimos las escaleras. 
Cuando al fin estuvimos prácticamente en silencio, me preguntó:
– ¿Estás mejor?
– Bastante mejor – le sonreí –. Gracias.
Nos miramos a los ojos en silencio, y supe que los besos no sólo se dan con los labios.
– ¿Podemos ir a la bohardilla?
– ¿A la bohardilla? – preguntó extrañado.
– ¿Qué pasa?
– Nunca he subido allí.
– ¿En serio? No me puedo creer que hayas vivido aquí durante catorce años y todavía no conozcas el mejor lugar de la casa.
– ¿Tú has estado allí?
– ¡Claro! ¡He pasado allí decenas de noches!
– ¿Tú sola?
– No, he estado con Norton.
Me miró un poco asombrado. Yo me reí.
– ¡Es broma, tonto! ¡Claro que subí sola! ¿Con quién si no?
Se rió, ahora más tranquilo.
– Está bien, subamos.
– Tenemos que coger mantas y velas, a no ser que tengas una linterna.
– Vale, tu coge las mantas y las velas. Voy a quitarme este traje agobiante y a por algo de comida y ahora voy para tu habitación.
Asentí y me dirigí hacia ella.
Me quité el vestido y me puse un pantalón de chándal y una camiseta más o menos pasable. Guardé mi preciado regalo a buen recaudo, en un cajón de la mesilla, y cogiendo uno de los candados de la maleta, lo puse en él para cerrarlo bien, y dejé allí metido mi pequeño tesoro. Luego tomé unas cuantas mantas del armario y busqué por los cajones algunas de las velas que había usado otras veces para subir.
Después me senté en la cama, y suspiré profundamente...Puede que todo fuera en realidad como en un cuento de hadas. Por primera vez desde que había comenzado esta aventura me alegraba de poder formar parte de ella, me alegraba de ser un personaje tan importante de la historia que alguien narraba. Me alegraba de poder volver a ser feliz.
Alguien llamó a la puerta y me levanté de un salto, con las mantas y las velas en la mano.
La abrí y vi al otro lado con un pantalón de chándal y una sudadera gris clarito a Cristhian. ¡Hasta con ropa de estar por casa estaba irresistible!
Llevaba en una de las manos una pizza recién hecha y en la otra una botella de Coca-Cola.
– ¿Vamos? – me preguntó, haciendo un gesto hacia arriba con la cabeza.
Yo asentí y salí de la habitación tras apagar la luz, cerrando la puerta detrás de mí.
Me siguió a través de los pasillos, que yo recorría de forma decidida, sin dudar ni un instante hacia donde me dirigía. Seguramente era el lugar de la casa al que mejor sabía ir.
Abrí la puerta y comenzamos a subir las escaleras que conducían a otra puerta, la que daba paso a la bohardilla.
Al entrar,  todo estaba oscuro, por lo que encendí una vela, que iluminó toda la bohardilla de un modo misterioso.
Suspiré y me acerqué al piano de forma involuntaria, guiada por una atracción superior a mis propias fuerzas. Deslicé suavemente los dedos por la tapa del precioso piano de cola negro.
– ¡Madre mía! ¡Pero si hay hasta un piano de cola! ¿Cómo es que nunca se me había ocurrido subir?
Sonreí mientras me sentaba frente al teclado.
– ¿Sabes tocar? – me preguntó Cristhian mientras se acercaba a donde yo me encontraba.
Levanté la tapa del teclado y paseé la mano por cada una de las teclas, impregnándome de su magia.
– Mi madre me enseñó de pequeña. Me encantaba. Pasaba horas y horas frente al piano, inventando melodías. Seguí tocando cuando murió, pero la música me recordaba constantemente a ella, era demasiado doloroso – me detuve un instante y le miré –. Así que acabé por dejarlo del todo. Desde entonces, llevo años sin tocar. Si lo retomara, no creo que fuera capaz de controlar mis emociones.
Se quedó mirándome en silencio durante unos instantes, como si estuviera reflexionando sobre lo que le acababa de contar.
– Toca para mí – dijo entonces.
– Lo siento Cristhian, no creo que pueda...
– Claro que puedes – se sentó a mi lado y me tomó de la mano –. Nadie más que yo te puede  oír aquí...
– Pero es que...me da miedo.
Me miró sorprendido.
– ¿Qué es lo que te da miedo?
– Temo recordar. Me da miedo no poder controlarlo.
– Pues no recuerdes. Simplemente concéntrate en la música.
– No es tan fácil, Cristhian.
– Por favor, sólo te pido que lo intentes, nada más. Si ves que no puedes lo dejas. Pero si no lo intentas, jamás sabrás si eres o no capaz de ello. Por favor...
Suspiré profundamente y despacio, muy despacio, me giré y me puse frente al piano.
Volví a posar las manos sobre las teclas, acariciándolas, mimándolas, conociéndolas...cerré los ojos y el resto de mis sentidos al mundo exterior, y dejé que mi corazón dominara mi cuerpo, dejé que la magia hiciera su parte y entonces...
Entonces comencé a tocar. Mis dedos revolotearon suavemente pero de forma decidida sobre las teclas del piano. Me dejé llevar por el sonido de las notas flotando en el aire, me inundé de música y de recuerdos. En mi mente apareció la imagen de mi madre, pero no fue en absoluto un recuerdo doloroso. Por el contrario, me hacía sentirme más viva, me inspiraba.
No seguía ninguna partitura, sino que improvisaba. Iba rescatando trozos de obras de aquí y allá, e introducía también buena parte de lo que me iba pasando por la mente en ese momento.
Era una sensación maravillosa el poder tocar de nuevo. Puede que debiera haberlo intentado antes, porque era una forma de recordar a mi madre sin que doliera en absoluto. Mi madre era la música, mi madre era la que hacía a mis dedos desplazarse hasta la tecla adecuada para emitir el sonido perfecto para la melodía, el sonido concordante con la estructura de la partitura imaginaria, con las notas que se desarrollaban en mi cabeza de forma simultánea.
Perdí la noción del tiempo mientras tocaba. No me di cuenta de nada de lo que pasaba a mi alrededor, todo se había vuelto de un tono grisáceo y borroso. Lo único nítido en mi mente eran las notas y las teclas del piano...viajé a otra dimensión.
Al cabo de un rato, al fin me detuve.
Cerré los ojos y suspiré profundamente, mientras notaba el latido acelerado de mi corazón.
Entonces me di cuenta de que él seguía allí, por lo que me di rápidamente la vuelta para mirarle. No se había movido, aún estaba sentado a mi lado, ligeramente girado en mi dirección, observándome con los ojos muy abiertos.
– ¿Y bien? – le pregunté.
– Es lo más bonito que he  oído en mi vida.
Me puse un poco roja y bajé la vista a mis manos.
– Gracias.
Me tomó de las manos y me las pasó por detrás de su espalda. Luego el me rodeó con sus fuertes brazos y me apretó contra él, acogiéndome el lugar más cómodo del mundo. No nos movimos durante unos instantes, en los que su mano acariciaba mi pelo liso una y otra vez.
Al final, fui yo la que me separé un poco.
– Aún te falta por ver lo mejor
– No creo que haya en esta habitación ni en el mundo nada mejor que lo que acabo de escuchar.
– Ahora lo verás – discrepé, con un tono de misticismo en mi voz.
Encendí una vela, pues la anterior estaba a punto de consumirse por completo, y con la luz que desprendía busqué a tientas el mecanismo para abrir el gran ventanal que ocupaba el techo.
Cuando lo abrí, la luz de las estrellas iluminó el pequeño habitáculo de forma mágica. Era una noche perfecta ya que, al no haber luna, las estrellas brillaban en el cielo más que nunca.
– Vaya – susurró Cristhian.
– Lo sé – sonreí –, “vaya” es quedarse corto.
Nos sentamos en el suelo sobre algunas de las mantas, tapándonos con el resto, envueltos en la luz de las velas, y bajo el flujo de las estrellas.
– Bueno, ¿tienes hambre? – me preguntó.
– La verdad es que bastante.
Tomó una porción de pizza y me la pasó. Yo le pegué un buen mordisco...estaba deliciosa.
Él también se comió un trozo, y tras beber un trago, me pasó la Coca–Cola.
– ¿Cuántos años llevabas sin tocar el piano? – me preguntó.
Me detuve un segundo a contar.
– Casi doce años.
– ¿Doce años? – estaba asombrado – ¿Y cómo es que no lo has olvidado?
– Hay cosas que no se olvidan – contesté –. Es como andar o como escribir. Simplemente lo sabes porque lo aprendiste una vez. Luego tú puedes perfeccionarlo, pero si tienes la base, con eso es suficiente.
– No me creo que lo que tú has tocado sea “lo básico”.
Me reí.
– No, no lo es.
– Pero, ¿cómo lo recuerdas, si haber tocado durante tanto tiempo?
– Es cierto que llevo muchos años si tocar, pero eso no quita que haya continuado escuchándolo.
El silencio se apoderó del lugar por un instante. Yo sabía que una pregunta rondaba por la mente de aquel chico.
– ¿Ha...ha sido... muy duro? – me preguntó.
– No – contesté yo, ahora consciente de su temor por no haber formulado la pregunta correcta  –, de hecho, ha sido bastante reconfortante. Puede que tuviera que haberlo intentado antes. Supongo que no quería saber lo que ocurriría si las cosas no hubieran ido así de bien – hice una pausa –. Debería de haberlo intentado antes, no haber sido tan cobarde, no haberme intentado alejar aún más de mi madre.
Miré de nuevo a las estrellas, y noté cómo una lágrima se deslizaba tímidamente por mi mejilla. No me la sequé...¿qué más daba?
– Eh, eh, eh – dejó la pizza sobre el cartón y me tomó la cara entre sus manos, obligándome a mirarle a los ojos –. Tú no eres ninguna cobarde, Kira. ¿Cuántas personas pierden a su madre a los cuatro años? Es lógico que tuvieras miedo de que recordar te hiciera más daño.
– Ya, pero una cosa no quita la otra. Sigo siendo una cobarde por anteponer mis egoístas sentimientos a lo que me queda de mi madre, lo que ella me dejó – se me quebró la voz.
– ¡Kira! ¡No eres una cobarde! ¡Cualquier cosa menos eso! ¿Es que no te das cuenta? Eres la sucesora de la corona, la heredera de la anterior reina, de tu madre. Has decidido aceptar tu destino, vas a luchar, vas a arriesgar tú vida por que otros vivan...¡Eso no es ser cobarde, sino todo lo contrario!
Cerré los ojos y acaricié su mano, que seguía sobre mi cara.
Lo cierto es que tenía razón, en parte al menos. No era una cobarde, estaba dispuesta a luchar contra Hassia, pues ella había matado a mi madre. Estaba dispuesta a enfrentarme a mi enemiga, pese a no poseer ni la habilidad, ni la fuerza,  ni la magia suficientes para vencerla...pero sin embargo, no era capaz de enfrentarme a un recuerdo.
Lo dejé estar, pero aun así no pude evitar que más lágrimas se derramaran por mis pómulos. Otra vez, había dejado que mis sentimientos se apoderaran de mí, y cuando eso ocurría, tardaba tiempo en volver a la normalidad.
– Shhh, venga no llores – me dijo Cristhian mientras me atraía hacia él, colocando mi rostro sobre su camiseta.
No dije nada, tan sólo traté de ocultarle mi cara. Odiaba llorar delante de alguien, y más si ese alguien era Cristhian.
– No pasa nada, Kira. Tranquilízate, venga – me repetía una y otra vez –. Olvídalo todo.
Como si eso fuera tan fácil.
Durante un rato, no pude conseguir que las lágrimas dejaran de salir a borbotones de mis ojos. Cuando al final me calmé un poco, alcé tímidamente la cabeza, con la vista aún un poco borrosa.
– Lo siento – dije con un tono apenas audible.
– Eh, no pasa nada. No es culpa tuya. Todo el mundo llora alguna vez. Simplemente necesitamos desahogarnos – me sonrió de tal forma que por un segundo conseguí hacer lo que él me había pedido hacía unos instantes, casi logré olvidarlo todo.
Se tumbó en el suelo sobre las mantas, y tiró de mí para que me tumbara a su lado. Me pasó el brazo por debajo de mis hombros y apoyé la cabeza en el suyo. Luego miré hacia el cielo, hacia las estrellas.
– Son preciosas – susurré.
– Lo son.
Levanté una mano y señalé a un punto determinado del cielo.
– ¿Ves aquellas siete estrellas en forma de semicircunferencia?
– ¿Aquellas de allí?
– Sí. Es la constelación de la Corona Boreal. Los indios norteamericanos creen que las siete estrellas representan a los siete jefes de sus tribus reunidos para hablar del futuro de su gente. Y, ¿ves aquellas que parecen formar una uve doble?
Asintió.
– Esa es Casiopea, una diosa orgullosa y que presumía de su belleza alegando ser más bella incluso que las ninfas del mar, las Nereidas, las criaturas más bellas de la tierra. Por su arrogancia fue condenada a girar alrededor del polo celestial para siempre, la mitad del tiempo cabeza abajo – hice una pausa para buscar otra – Y fíjate allí – alcé un dedo señalándole la constelación del Cisne –¿Ves aquellas cinco estrellas formando una cruz, en la vía láctea?
Tras unos instantes, asintió.
– Esa es la constelación del Cisne, mi favorita.
– ¿Qué tiene esa de especial?
– Me gusta la historia – me encogí de hombros.
– Cuéntamela.
– Está bien – me puse cómoda entre sus brazos –. Cuenta la leyenda que Faetón, hijo de Clímene, una mujer mortal, y de Helios, el dios del Sol, era amigo íntimo del Cisne. Un día, Faetón le suplicó a su padre que le ayudara a convencer a los humanos que era hijo de un dios. Helios accedió a ayudarle y para ello le dijo a su hijo que le concedería cualquier deseo. Faetón inmediatamente pidió permiso para conducir los cuatro caballos alados que tiraban del carro del Sol. Su padre le  rogó que no le pidiera como favor la tarea casi imposible de controlar los caballos alados, pero Faetón insistió en que cumpliera su promesa.
>Al acercarse el amanecer, montó en el carro con gran emoción y empezó a conducirlo por el cielo. Los grandes caballos alados notaron el inexperto control y galoparon tan rápido que Faetón perdió el control. El carro se tambaleaba tanto que el Sol estuvo a punto de caerse de él y quemar la Tierra.
>El dios Zeus vio lo que estaba ocurriendo, y para salvar la tierra de ser destruída bajo las llamas del sol, lanzó un rayo al carro. Faetón perdió el equilibrio y se cayó del carro al cruzar el rugiente río Erídano. El Cisne vio a su amigo desaparecer en el río e inmediatamente, a pesar del peligro, buceó en sus peligrosas aguas para salvarle.
>Helios se sobrecogió tanto por ese acto de amor y amistad hacia su hijo, que colocó al cisne en el cielo volando a lo largo de la línea de la Vía Láctea, como símbolo de la grandeza e importancia del amor y de la amistad.

Se hizo el silencio cuando terminé de contar la historia.
– ¿Te ha gustado? – pregunté al cabo de un rato.
– Es una historia preciosa – me contestó él –. Claro que me gusta.
– Me alegro.
– Pero...¿cómo es que sabes tanto de astronomía? – me preguntó.
Suspiré.
– Siempre me han fascinado las estrellas, el pensar que somos tan sumamente pequeños e insignificantes que si por un casual desapareciéramos, el universo no lo notaría. Además, adoro las estrellas porque hagas lo que hagas, pase lo que pase, vayas donde vayas, son las únicas que no te van a abandonar nunca.
Suspiré de nuevo.
– Yo tampoco me iré a ningún sitio sin ti – me susurró al oído.
– Lo sé.
Alcé la cabeza y besé su barbilla. Él buscó mis labios para juntarlos dulcemente con los suyos. Y me dio el segundo beso. Puede que incluso mejor que el primero. Este fue más profundo, más tranquilo, pero también mucho más intenso.
No me imaginaba un lugar mejor en el que pudiera encontrarme en aquel momento. Estaba en mi propio paraíso, y me gustaba.
Cristhian deslizó sus labios por mi mandíbula  y me besuqueó la oreja, haciéndome unas deliciosas cosquillas y provocando que me riera tontamente mientras buscaba de nuevo unir nuestros labios.
Al cabo de un rato, nos separamos. Apoyó su frente en mi frente y me miró, sonriendo con los ojos.
Yo le devolví la sonrisa. Luego cerré los ojos para inhalar su fragancia envolvente.
Suspiré mientras volvía a abrirlos y apoyaba una mano sobre su mejilla.
– Antes te mentí – le dije suavemente.
– Ah, ¿sí?
Asentí.
– Sí, cuando te dije que el colgante era el mejor regalo que me habían hecho en toda mi vida.
– Bien, ¿cuál es el mejor regalo que te han hecho? Pienso superarlo.
Sonreí.
– No creo que puedas – hice una pausa –. Tú eres el mejor regalo que nadie me ha hecho nunca.
Durante unos instantes nadie dijo nada, el silencio era más que suficiente para que aquel momento fuera perfecto.
Fue él el que habló al fin.
– Te quiero.
Cerré los ojos y sonreí, feliz.
– Te quiero – le contesté.
Cristhian acercó una vez más su boca a la mía.
 Luego el cansancio me venció, y al fin me dormí con un dulce sabor en los labios, bajo la luz de las estrellas.

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