Cristhian
me guió fuera de la habitación, y subimos las escaleras.
Cuando
al fin estuvimos prácticamente en silencio, me preguntó:
– ¿Estás
mejor?
–
Bastante mejor – le sonreí –. Gracias.
Nos
miramos a los ojos en silencio, y supe que los besos no sólo se dan con los labios.
–
¿Podemos ir a la bohardilla?
– ¿A la
bohardilla? – preguntó extrañado.
– ¿Qué
pasa?
– Nunca
he subido allí.
– ¿En
serio? No me puedo creer que hayas vivido aquí durante catorce años y todavía
no conozcas el mejor lugar de la casa.
– ¿Tú
has estado allí?
–
¡Claro! ¡He pasado allí decenas de noches!
– ¿Tú
sola?
– No, he
estado con Norton.
Me miró
un poco asombrado. Yo me reí.
– ¡Es
broma, tonto! ¡Claro que subí sola! ¿Con quién si no?
Se rió,
ahora más tranquilo.
– Está
bien, subamos.
–
Tenemos que coger mantas y velas, a no ser que tengas una linterna.
– Vale,
tu coge las mantas y las velas. Voy a quitarme este traje agobiante y a por
algo de comida y ahora voy para tu habitación.
Asentí y
me dirigí hacia ella.
Me quité
el vestido y me puse un pantalón de chándal y una camiseta más o menos pasable.
Guardé mi preciado regalo a buen recaudo, en un cajón de la mesilla, y cogiendo
uno de los candados de la maleta, lo puse en él para cerrarlo bien, y dejé allí
metido mi pequeño tesoro. Luego tomé unas cuantas mantas del armario y busqué
por los cajones algunas de las velas que había usado otras veces para subir.
Después
me senté en la cama, y suspiré profundamente...Puede que todo fuera en realidad
como en un cuento de hadas. Por primera vez desde que había comenzado esta
aventura me alegraba de poder formar parte de ella, me alegraba de ser un
personaje tan importante de la historia que alguien narraba. Me alegraba de
poder volver a ser feliz.
Alguien
llamó a la puerta y me levanté de un salto, con las mantas y las velas en la
mano.
La abrí
y vi al otro lado con un pantalón de chándal y una sudadera gris clarito a
Cristhian. ¡Hasta con ropa de estar por casa estaba irresistible!
Llevaba
en una de las manos una pizza recién hecha y en la otra una botella de
Coca-Cola.
–
¿Vamos? – me preguntó, haciendo un gesto hacia arriba con la cabeza.
Yo
asentí y salí de la habitación tras apagar la luz, cerrando la puerta detrás de
mí.
Me
siguió a través de los pasillos, que yo recorría de forma decidida, sin dudar
ni un instante hacia donde me dirigía. Seguramente era el lugar de la casa al
que mejor sabía ir.
Abrí la
puerta y comenzamos a subir las escaleras que conducían a otra puerta, la que
daba paso a la bohardilla.
Al
entrar, todo estaba oscuro, por lo que
encendí una vela, que iluminó toda la bohardilla de un modo misterioso.
Suspiré
y me acerqué al piano de forma involuntaria, guiada por una atracción superior
a mis propias fuerzas. Deslicé suavemente los dedos por la tapa del precioso
piano de cola negro.
– ¡Madre
mía! ¡Pero si hay hasta un piano de cola! ¿Cómo es que nunca se me había
ocurrido subir?
Sonreí
mientras me sentaba frente al teclado.
– ¿Sabes
tocar? – me preguntó Cristhian mientras se acercaba a donde yo me encontraba.
Levanté
la tapa del teclado y paseé la mano por cada una de las teclas, impregnándome
de su magia.
– Mi
madre me enseñó de pequeña. Me encantaba. Pasaba horas y horas frente al piano,
inventando melodías. Seguí tocando cuando murió, pero la música me recordaba
constantemente a ella, era demasiado doloroso – me detuve un instante y le miré
–. Así que acabé por dejarlo del todo. Desde entonces, llevo años sin tocar. Si
lo retomara, no creo que fuera capaz de controlar mis emociones.
Se quedó
mirándome en silencio durante unos instantes, como si estuviera reflexionando
sobre lo que le acababa de contar.
– Toca
para mí – dijo entonces.
– Lo
siento Cristhian, no creo que pueda...
– Claro
que puedes – se sentó a mi lado y me tomó de la mano –. Nadie más que yo te
puede oír aquí...
– Pero
es que...me da miedo.
Me miró
sorprendido.
– ¿Qué
es lo que te da miedo?
– Temo
recordar. Me da miedo no poder controlarlo.
– Pues
no recuerdes. Simplemente concéntrate en la música.
– No es
tan fácil, Cristhian.
– Por
favor, sólo te pido que lo intentes, nada más. Si ves que no puedes lo dejas.
Pero si no lo intentas, jamás sabrás si eres o no capaz de ello. Por favor...
Suspiré
profundamente y despacio, muy despacio, me giré y me puse frente al piano.
Volví a
posar las manos sobre las teclas, acariciándolas, mimándolas,
conociéndolas...cerré los ojos y el resto de mis sentidos al mundo exterior, y
dejé que mi corazón dominara mi cuerpo, dejé que la magia hiciera su parte y
entonces...
Entonces
comencé a tocar. Mis dedos revolotearon suavemente pero de forma decidida sobre
las teclas del piano. Me dejé llevar por el sonido de las notas flotando en el
aire, me inundé de música y de recuerdos. En mi mente apareció la imagen de mi
madre, pero no fue en absoluto un recuerdo doloroso. Por el contrario, me hacía
sentirme más viva, me inspiraba.
No
seguía ninguna partitura, sino que improvisaba. Iba rescatando trozos de obras
de aquí y allá, e introducía también buena parte de lo que me iba pasando por
la mente en ese momento.
Era una
sensación maravillosa el poder tocar de nuevo. Puede que debiera haberlo
intentado antes, porque era una forma de recordar a mi madre sin que doliera en
absoluto. Mi madre era la música, mi madre era la que hacía a mis dedos
desplazarse hasta la tecla adecuada para emitir el sonido perfecto para la
melodía, el sonido concordante con la estructura de la partitura imaginaria,
con las notas que se desarrollaban en mi cabeza de forma simultánea.
Perdí la
noción del tiempo mientras tocaba. No me di cuenta de nada de lo que pasaba a
mi alrededor, todo se había vuelto de un tono grisáceo y borroso. Lo único
nítido en mi mente eran las notas y las teclas del piano...viajé a otra
dimensión.
Al cabo
de un rato, al fin me detuve.
Cerré
los ojos y suspiré profundamente, mientras notaba el latido acelerado de mi
corazón.
Entonces
me di cuenta de que él seguía allí, por lo que me di rápidamente la vuelta para
mirarle. No se había movido, aún estaba sentado a mi lado, ligeramente girado
en mi dirección, observándome con los ojos muy abiertos.
– ¿Y
bien? – le pregunté.
– Es lo
más bonito que he oído en mi vida.
Me puse
un poco roja y bajé la vista a mis manos.
–
Gracias.
Me tomó
de las manos y me las pasó por detrás de su espalda. Luego el me rodeó con sus
fuertes brazos y me apretó contra él, acogiéndome el lugar más cómodo del
mundo. No nos movimos durante unos instantes, en los que su mano acariciaba mi
pelo liso una y otra vez.
Al
final, fui yo la que me separé un poco.
– Aún te
falta por ver lo mejor
– No
creo que haya en esta habitación ni en el mundo nada mejor que lo que acabo de
escuchar.
– Ahora
lo verás – discrepé, con un tono de misticismo en mi voz.
Encendí
una vela, pues la anterior estaba a punto de consumirse por completo, y con la
luz que desprendía busqué a tientas el mecanismo para abrir el gran ventanal
que ocupaba el techo.
Cuando lo abrí, la luz de las estrellas iluminó el
pequeño habitáculo de forma mágica. Era una noche perfecta ya que, al no haber
luna, las estrellas brillaban en el cielo más que nunca.
– Vaya –
susurró Cristhian.
– Lo sé
– sonreí –, “vaya” es quedarse corto.
Nos
sentamos en el suelo sobre algunas de las mantas, tapándonos con el resto,
envueltos en la luz de las velas, y bajo el flujo de las estrellas.
– Bueno,
¿tienes hambre? – me preguntó.
– La
verdad es que bastante.
Tomó una
porción de pizza y me la pasó. Yo le pegué un buen mordisco...estaba deliciosa.
Él
también se comió un trozo, y tras beber un trago, me pasó la Coca–Cola.
–
¿Cuántos años llevabas sin tocar el piano? – me preguntó.
Me
detuve un segundo a contar.
– Casi
doce años.
– ¿Doce
años? – estaba asombrado – ¿Y cómo es que no lo has olvidado?
– Hay
cosas que no se olvidan – contesté –. Es como andar o como escribir.
Simplemente lo sabes porque lo aprendiste una vez. Luego tú puedes
perfeccionarlo, pero si tienes la base, con eso es suficiente.
– No me
creo que lo que tú has tocado sea “lo básico”.
Me reí.
– No, no
lo es.
– Pero,
¿cómo lo recuerdas, si haber tocado durante tanto tiempo?
– Es
cierto que llevo muchos años si tocar, pero eso no quita que haya continuado
escuchándolo.
El
silencio se apoderó del lugar por un instante. Yo sabía que una pregunta
rondaba por la mente de aquel chico.
–
¿Ha...ha sido... muy duro? – me preguntó.
– No –
contesté yo, ahora consciente de su temor por no haber formulado la pregunta
correcta –, de hecho, ha sido bastante
reconfortante. Puede que tuviera que haberlo intentado antes. Supongo que no
quería saber lo que ocurriría si las cosas no hubieran ido así de bien – hice
una pausa –. Debería de haberlo intentado antes, no haber sido tan cobarde, no
haberme intentado alejar aún más de mi madre.
Miré de
nuevo a las estrellas, y noté cómo una lágrima se deslizaba tímidamente por mi
mejilla. No me la sequé...¿qué más daba?
– Eh, eh, eh – dejó la pizza sobre el cartón
y me tomó la cara entre sus manos, obligándome a mirarle a los ojos –. Tú no
eres ninguna cobarde, Kira. ¿Cuántas personas pierden a su madre a los cuatro
años? Es lógico que tuvieras miedo de que recordar te hiciera más daño.
– Ya, pero una cosa no quita la otra. Sigo siendo
una cobarde por anteponer mis egoístas sentimientos a lo que me queda de mi
madre, lo que ella me dejó – se me quebró la voz.
– ¡Kira! ¡No eres una cobarde! ¡Cualquier
cosa menos eso! ¿Es que no te das cuenta? Eres la sucesora de la corona, la
heredera de la anterior reina, de tu madre. Has decidido aceptar tu destino,
vas a luchar, vas a arriesgar tú vida por que otros vivan...¡Eso no es ser
cobarde, sino todo lo contrario!
Cerré los ojos y acaricié su mano, que
seguía sobre mi cara.
Lo cierto es que tenía razón, en parte al
menos. No era una cobarde, estaba dispuesta a luchar contra Hassia, pues ella
había matado a mi madre. Estaba dispuesta a enfrentarme a mi enemiga, pese a no
poseer ni la habilidad, ni la fuerza,
ni la magia suficientes para vencerla...pero sin embargo, no era capaz
de enfrentarme a un recuerdo.
Lo dejé estar, pero aun así no pude evitar
que más lágrimas se derramaran por mis pómulos. Otra vez, había dejado que mis
sentimientos se apoderaran de mí, y cuando eso ocurría, tardaba tiempo en
volver a la normalidad.
– Shhh, venga no llores – me dijo Cristhian
mientras me atraía hacia él, colocando mi rostro sobre su camiseta.
No dije nada, tan sólo traté de ocultarle mi
cara. Odiaba llorar delante de alguien, y más si ese alguien era Cristhian.
– No pasa nada, Kira. Tranquilízate, venga –
me repetía una y otra vez –. Olvídalo todo.
Como si eso fuera tan fácil.
Durante un rato, no pude conseguir que las
lágrimas dejaran de salir a borbotones de mis ojos. Cuando al final me calmé un
poco, alcé tímidamente la cabeza, con la vista aún un poco borrosa.
– Lo siento – dije con un tono apenas
audible.
– Eh, no pasa nada. No es culpa tuya. Todo
el mundo llora alguna vez. Simplemente necesitamos desahogarnos – me sonrió de
tal forma que por un segundo conseguí hacer lo que él me había pedido hacía
unos instantes, casi logré olvidarlo todo.
Se tumbó en el suelo sobre las mantas, y
tiró de mí para que me tumbara a su lado. Me pasó el brazo por debajo de mis
hombros y apoyé la cabeza en el suyo. Luego miré hacia el cielo, hacia las
estrellas.
– Son preciosas – susurré.
– Lo son.
Levanté una mano y señalé a un punto
determinado del cielo.
– ¿Ves aquellas siete estrellas en forma de
semicircunferencia?
– ¿Aquellas de allí?
– Sí. Es la constelación de la Corona
Boreal. Los indios norteamericanos creen que las siete estrellas representan a
los siete jefes de sus tribus reunidos para hablar del futuro de su gente. Y,
¿ves aquellas que parecen formar una uve doble?
Asintió.
– Esa es Casiopea, una diosa orgullosa y que
presumía de su belleza alegando ser más bella incluso que las ninfas del mar,
las Nereidas, las criaturas más bellas de la tierra. Por su arrogancia fue
condenada a girar alrededor del polo celestial para siempre, la mitad del
tiempo cabeza abajo – hice una pausa para buscar otra – Y fíjate allí – alcé un
dedo señalándole la constelación del Cisne –¿Ves aquellas cinco estrellas
formando una cruz, en la vía láctea?
Tras unos instantes, asintió.
– Esa es la constelación del Cisne, mi
favorita.
– ¿Qué tiene esa de especial?
– Me gusta la historia – me encogí de
hombros.
– Cuéntamela.
– Está bien – me puse cómoda entre sus
brazos –. Cuenta la leyenda que Faetón, hijo de Clímene, una mujer mortal, y de
Helios, el dios del Sol, era amigo íntimo del Cisne. Un día, Faetón le suplicó
a su padre que le ayudara a convencer a los humanos que era hijo de un dios.
Helios accedió a ayudarle y para ello le dijo a su hijo que le concedería
cualquier deseo. Faetón inmediatamente pidió permiso para conducir los cuatro
caballos alados que tiraban del carro del Sol. Su padre le rogó que no le pidiera como favor la tarea
casi imposible de controlar los caballos alados, pero Faetón insistió en que
cumpliera su promesa.
>Al acercarse el amanecer, montó en el
carro con gran emoción y empezó a conducirlo por el cielo. Los grandes caballos
alados notaron el inexperto control y galoparon tan rápido que Faetón perdió el
control. El carro se tambaleaba tanto que el Sol estuvo a punto de caerse de él
y quemar la Tierra.
>El dios Zeus vio lo que estaba
ocurriendo, y para salvar la tierra de ser destruída bajo las llamas del sol,
lanzó un rayo al carro. Faetón perdió el equilibrio y se cayó del carro al
cruzar el rugiente río Erídano. El Cisne vio a su amigo desaparecer en el río e
inmediatamente, a pesar del peligro, buceó en sus peligrosas aguas para
salvarle.
>Helios se sobrecogió tanto por ese acto
de amor y amistad hacia su hijo, que colocó al cisne en el cielo volando a lo
largo de la línea de la Vía Láctea, como símbolo de la grandeza e importancia
del amor y de la amistad.
Se hizo el silencio cuando terminé de contar
la historia.
– ¿Te ha gustado? – pregunté al cabo de un
rato.
– Es una historia preciosa – me contestó él
–. Claro que me gusta.
– Me alegro.
– Pero...¿cómo es que sabes tanto de
astronomía? – me preguntó.
Suspiré.
– Siempre me han fascinado las estrellas, el
pensar que somos tan sumamente pequeños e insignificantes que si por un casual
desapareciéramos, el universo no lo notaría. Además, adoro las estrellas porque
hagas lo que hagas, pase lo que pase, vayas donde vayas, son las únicas que no
te van a abandonar nunca.
Suspiré de nuevo.
– Yo tampoco me iré a ningún sitio sin ti –
me susurró al oído.
– Lo sé.
Alcé la cabeza y besé su barbilla. Él buscó
mis labios para juntarlos dulcemente con los suyos. Y me dio el segundo beso.
Puede que incluso mejor que el primero. Este fue más profundo, más tranquilo,
pero también mucho más intenso.
No me imaginaba un lugar mejor en el que
pudiera encontrarme en aquel momento. Estaba en mi propio paraíso, y me
gustaba.
Cristhian deslizó sus labios por mi
mandíbula y me besuqueó la oreja,
haciéndome unas deliciosas cosquillas y provocando que me riera tontamente
mientras buscaba de nuevo unir nuestros labios.
Al cabo de un rato, nos separamos. Apoyó su
frente en mi frente y me miró, sonriendo con los ojos.
Yo le devolví la sonrisa. Luego cerré los
ojos para inhalar su fragancia envolvente.
Suspiré mientras volvía a abrirlos y apoyaba
una mano sobre su mejilla.
– Antes te mentí – le dije suavemente.
– Ah, ¿sí?
Asentí.
– Sí, cuando te dije que el colgante era el
mejor regalo que me habían hecho en toda mi vida.
– Bien, ¿cuál es el mejor regalo que te han
hecho? Pienso superarlo.
Sonreí.
– No creo que puedas – hice una pausa –. Tú
eres el mejor regalo que nadie me ha hecho nunca.
Durante unos instantes nadie dijo nada, el
silencio era más que suficiente para que aquel momento fuera perfecto.
Fue él el que habló al fin.
– Te quiero.
Cerré los ojos y sonreí, feliz.
– Te quiero – le contesté.
Cristhian acercó una vez más su boca a la
mía.
Luego el cansancio me venció, y al fin me dormí con un dulce sabor
en los labios, bajo la luz de las estrellas.
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