sábado, 22 de octubre de 2011

Capítulo 5: Mellizos


Abrí los ojos sobresaltada y me incorporé rápidamente en la cama. Todo estaba en una completa penumbra y yo estaba sudando la gota gorda.
Aún recordaba la cara de ese chico, aún estaba perdida en la luz de esos bonitos ojos verdes.
Sin pensarlo, me llevé la mano al lugar donde sus dedos me habían sujetado. Estaba caliente y sentía esa zona dolorida. “Me habré dado un golpe mientras dormía”, me dije, “después de todo, ha sido una pesadilla bastante vívida”
Me recosté de nuevo en la cama, y fue entonces cuando me di cuenta de que ni siquiera había abierto las sábanas. De hecho, aún tenía puesta la ropa del día anterior. Me escocían los ojos. Traté de dormirme otra vez, pero tenía demasiado miedo de que las pesadillas regresaran también.
Miré la hora en el móvil. Ya eran las siete y media de la mañana, por lo que decidí levantarme.
Saqué del armario unos vaqueros cortos, una camiseta y unas deportivas, y sin moverme de la cama, estuvieron en mis manos.
Luego me levanté y abrí las cortinas. El sol comenzaba ya a asomar por el horizonte, aunque aún se podía distinguir el contorno de la luna en  el cielo.
Me metí en el baño y me lavé la cara. No me extrañaba que me escocieran los ojos. Los tenía rojos de tanto llorar. Dejé mi pelo suelto, no tenía ganas de peinarme.
Salí de la habitación cerrando la puerta detrás de mí.
La puerta de la habitación de Vic estaba cerrada, por lo que supuse que aún estaba durmiendo. Era temprano todavía.
Recorrí el pasillo casi a oscuras, lo que hizo que me costara orientarme aún más por la casa, y bajé las escaleras hasta el piso de abajo. Pero cuando bajé, tuve que detenerme unos segundos para tratar de adivinar cuál sería la puerta de la cocina. Había seis posibilidades, entre ellas la puerta de la calle, que la descarté. Cinco puertas. Abrí la que estaba más cerca de mí por la derecha. Un baño, la siguiente, una despensa, la siguiente, la cocina.
La tercera por la derecha. Trataría de recordarlo.
Como todas las puertas que había abierto de aquella casa, aquella también chirrió.
Al otro lado se levantaba una cocina inmensa. Era bastante moderna, contrastando con el resto de la casa. Me recordó a una de esas típicas cocinas de las películas americanas, las que tienen una especie de isla en el centro donde se encuentra la vitrocerámica y una larga encimera. Me gustaba. Nada que ver con la cocina que tenía en mi casa. A mi padre le hubiera encantado tener una cocina así...con lo que a él le encantaba cocinar...le relajaba mucho, y sobre todo, le distraía. Además, se le daba bastante bien, excepto cuando trataba de hacer sus tartas de manzana..., aquello era un horror. Sonreí con nostalgia, pero dejé de pensar en eso y desvié mis pensamientos hacia el presente, aunque no era menos doloroso. No quería volver a perder el control de mis sentimientos otra vez.
Me acerqué a la nevera, que estaba un poco más apartada de la encimera central. Abrí la puerta y cogí un tetrabrick de leche. Luego, rebuscando en los armarios di con un tazón y con una caja de cereales. Abrí unos cuantos cajones, justo en el momento en el que se abrió la puerta y entró Vic.
Llevaba el pelo recogido con un lazo negro, y se había puesto un poco de maquillaje en los ojos, tratando así de disimular la evidente falta de sueño, pero eso no era suficiente para encubrir que estaba más dormida que despierta.
Cuando alzó la cabeza y me vio, casi pega un grito del susto.
– ¡Hola! – dijo, aún tratando de recuperarse – ¿Qué haces aquí tan temprano?
La miré divertida
– Desayunar, claro.
– No, si eso ya lo veo. Lo que quería decir es... ¿Tú has visto qué hora es? – me señaló el reloj.
– Me he despertado temprano. Soy bastante madrugadora.
– Vaya, y yo que pensaba darte una sorpresa y subirte el desayuno a la cama...
La puerta de la cocina se abrió y entró Coraline.
– No te creas eso, querida. Sólo intenta quedarse contigo.
– Buenos días – dijimos Vic y yo al unísono.
Coraline asintió. Después se preparó una taza de café y cogió un par de galletas.
– ¿Qué pensáis hacer hoy?
– Estaría bien que le enseñara el jardín ¿no? – contestó Vic
– Me parece una fantástica idea – me miró un instante –. Te gustará  – tras coger una buena ristra de pastillas, salió por la puerta por la que había entrado.
Cuando se cerró la puerta, volví a comenzar la búsqueda de la cuchara.
– ¿Se puede saber qué buscas? Vas a desmantelar la cocina entera – me dijo Vic, riéndose.
– Ah, trataba de encontrar una cuchara para tomarme la leche.
Vic se levantó de un salto y se dirigió a la otra punta de la cocina, donde no se me había ocurrido mirar. Sacó una cuchara de un cajón y me la dio.
– Gracias
– Ya te acostumbrarás. En menos de nada conocerás esta casa como la palma de tu mano – me dijo mientras volvía a sentarse.
– Eso espero – bajé la vista al tazón de cereales y removí la leche con la cuchara.
– Al principio cuesta hacerse, es verdad, pero luego te acostumbras.
– Ya.
Nos tomamos la leche en silencio. Cuando se hizo incómodo, decidí sacar un tema a conversación.
– ¿Desde cuándo vives aquí?
– Nos mudamos aquí hace catorce años, cuando teníamos tan solo cinco.
Calculé mentalmente... Tenía diecinueve años, dos más que yo. Qué suerte, ya era mayor de edad.
– ¿Nos?
– Mi hermano Cristhian y yo – hizo una pausa – somos mellizos.
– Y, ¿Por qué vinisteis aquí?
– Nuestros padres murieron cuando nosotros acabábamos de cumplir los cinco años, y nos acogieron aquí.
– ¿También es vuestra tía abuela? ¿Somos primos segundos o algo así?
– ¡No! – dijo riéndose.
– ¿Entonces?
– Verás, por aquel entonces no teníamos ningún familiar vivo o con medios suficientes para poder mantenernos, así que tu tía se ofreció a cuidar de nosotros hasta que algún familiar nos reclamara... Pero aquella reaclamación nunca llegó – hizo una pausa para beber un poco de leche. Después se encogió de hombros –. Por una parte me alegro de veras. Estos años aquí han sido los mejores de mi vida, y quiero a Coraline como a una madre, ella nos lo ha dado todo – bajó la vista –. Pero por otra parte me entristece pensar que no nos quede nadie en el mundo más que nosotros mismos.
– Al menos os tenéis el uno al otro – le dije.
– Cierto – suspiró.
Estuvimos un rato en silencio escuchando a los pajarillos levantando la mañana.
Vic me caía muy bien. Bueno, en realidad, apenas la conocía, pero era una de esas personas que estaban hechas para caer bien por naturaleza.
– ¿Te apetece conocerle? – me preguntó entonces.
– ¿A quién?
– A mi hermano, claro.
– ¿También vive aquí?
– Aja, los dos.
– ¿Y de qué vivís?
– Coraline nos lo da todo. Como habrás podido comprobar, no hay problemas por el dinero – se le escapó una sonrisilla traviesa –. Aún así, buscamos de vez en cuando pequeños trabajos en el pueblo. Así nos sacamos algo de dinero para nuestras cosillas.
>También tenemos los fondos de nuestros padres, y de vez en cuando, tiramos de ahí. Lo mismo que podrás hacer tú.
Asentí, y después de terminar de desayunar dejamos en la pila los tazones y salimos al jardín por una puerta trasera que lo comunicaba por la cocina.
Mientras caminábamos por el jardín, me di cuenta de que el corazón  me latía a mil por hora. Tenía ganas de conocer a su hermano, sí, pero aquello no era razón suficiente para justificar el ritmo frenético de mis latidos.
Me pregunté si aquel era un buen momento para conocer a más gente. No era precisamente lo que se dice muy comunicativa. No era la típica chica de la que todo el mundo quiere ser amiga. Siempre había vivido conmigo misma en mi propio mundo. Hablaba con la gente, claro, les saludaba e incluso de vez en cuando llegábamos a mantener conversaciones interesantes. Pero nada más, nunca había sentido la necesidad de tener a alguien al lado con quien hablar o a quien contarle mis problemas. Ni siquiera me había sentido así con mis padres. Se podía decir que era de esa clase de personas que sufren en silencio.
Dejé a un lado mis reflexiones cuando llegamos a una pequeña explanada en el interior del jardín. Olía a césped recién cortado y a sol. Estaba rodeada de matorrales y arbolillos. Se movió algo entre ellos. Yo me asusté, pero Vic me miró tranquilizadora.
Al poco tiempo salió de allí un chico con el pelo moreno. No pude verle la cara, ya que salía de espaldas, arrastrando una carretilla llena de ramas y hojas.
Vestía un peto vaquero y una camisa de cuadros de manga corta. Llevaba los tirantes bajados. Así parecía de un anuncio de Levis.
Vic se acercó por detrás sin hacer ruido y con cuidado de que el chico no le viera. Entonces cogió carrerilla y subió a sus hombros dando un pequeño saltito. Le tapó los ojos con ambas manos.
– Adivina quien soy o no te soltaré – dijo sonriendo y poniendo una voz muy grave.
– Mmm... No sé, no sé... – dijo riéndose.
Se dio la vuelta y abrazó cariñosamente a su hermana. Ella le devolvió el abrazo de buena gana.
Yo no conseguía verle la cara.
– ¿Qué tal ha dormido hoy mi hermana pequeña?
– Sólo eres mayor que yo por dos minutos y quince segundos – le dijo, fingiendo enfuruñarse – y no hace falta que me lo recuerdes todo el rato.
La risa del chico inundó de nuevo la explanada.
Cuando al fin se separaron y vi su cara por primera vez, se me heló la sangre y me quedé de piedra.
En realidad, no era la primera vez que veía esos ojos verdes, ni esos labios... Instintivamente me llevé la mano al brazo izquierdo, que todavía se resentía.
Me quedé embobada mirándole durante una milésima de segundo. Después reaccioné.
– Kira, te presento a Cristh...
Pero yo ya había comenzado a correr.

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