martes, 11 de octubre de 2011

Capítulo 1: Esperanza


La vida no es fácil, la vida no es justa, la vida no es agradecida.
Los años pasan y no hay nadie que te enseñe esto. Lo tienes que aprender por ti mismo.
Y hay momentos en los que de desearías no haber nacido, porque no vivir es lo que tu haces en tu día a día.
La vida pasa, pero tú vives amargado, encogido en tu propio mundo, en el que sólo entras tú y tus recuerdos. Recuerdos muy felices, de otra vida, de otra época, tan felices que vivirías sin ningún problema flotando en ellos si tuvieras esa opción. Recuerdos bonitos, recuerdos hermosos. Pero desgraciadamente, también convives con recuerdos que te gustaría olvidar, pues lo único que hacen es golpearte cada vez  que te asomas a ellos, aunque sea tímida y silenciosamente, cada vez que te detienes a observar tu propio pasado.
Pero pese a todo esto, la vida continúa. Pasan los días en el calendario. Y pese a que cada día es como un cubo de agua helada por tu espalda, aún conservas la esperanza de que aparezca una luz, esa luz que te guíe, que te diga qué hacer, que te consuele y te acompañe, que te muestre el camino.
 Y aunque parte de tu mente te diga que no hay salida, que no es posible, la otra insiste en que la esperanza es lo último que se pierde.

Dejé el bolígrafo sobre la mesa y  releí varias veces lo que acababa de escribir en mi nuevo “diario”. Si, había sabido expresar lo que llevaba dentro. Había tratado de ser mínimamente optimista, aunque no estaba segura de haberlo conseguido del todo. En realidad, daba igual. En aquellos momentos, absolutamente todo me daba igual.
Suspiré y me senté en la cama. Desde allí pude ver la estantería en la que descansaban todos los libros que había leído más de diez veces a lo largo de mi vida, es decir, mis favoritos. Desde muy pequeña me había gustado leer, sobre todo desde que mi madre murió en aquel accidente. Pasaba horas y horas dentro de mis libros, para olvidar, para intentar cambiar la realidad. En ocasiones lo que más deseaba en el mundo era poder convertirme en uno de aquellos fantásticos personajes a los que tanto apreciaba.
Desde que mi madre murió, nuestra vida ha estado hundida en un pozo de tristeza. Tan sólo tenía cuatro añitos, pero lo recordaba todo con la misma nitidez con la que recordaba lo que había ocurrido hacía apenas veinticuatro horas. Recuerdo aquella llamada que nos cambió la vida por completo, a mí y a mi padre. Cómo mi padre temblaba mientras alguien al otro lado le comunicaba la noticia, cómo caía de rodillas al suelo, cómo mi pequeño corazoncito se helaba para siempre al comprender que jamás volvería a ver a mi madre...
Bloqueé mi mente, y corrí una densa cortina de humo sobre aquel recuerdo tan espantoso.
A lo largo de aquellos últimos años, habíamos conseguido poco a poco aprender a vivir con ello, aprender a vivir sin ella. Nunca habíamos conseguido recuperarnos del todo, eso no, pero al menos ya no nos dolía tanto cuando pensábamos en ella, cuando la recordábamos tal y como ella hubiera querido que la recordáramos. Habíamos hecho todo lo posible por seguir adelante. Por lo menos, lo habíamos intentado.
Suspiré y miré a mi alrededor.
Toda la ropa que tenía descansaba sobre mi cama. Estaba haciendo las maletas antes de ponerme melancólica.
Noté una lágrima rodando por mi mejilla, y me la sequé rápidamente con la manga.
“Basta”, me dije, “Tienes que ser fuerte”.
Una parte de mí luchaba por aceptar los hechos, pero la otra gritaba, desesperada por desahogarse entre  lágrimas  en el pozo en el que me encontraba sumida de nuevo.
Y es que la noticia de la muerte de mi padre había llegado en el peor momento posible. Ahora que, doce años después, comenzaba a salir de nuevo a la superficie.
¡Unas escaleras! ¡Mi padre se había caído por unas escaleras! La cosa más simple y sencilla del mundo entero me había traicionado.
No pude contenerme más, y ríos de lágrimas brotaron de mis ojos. Deseé poder hacerme pequeña y ahogarme en ellas, para olvidar todo, para acabar de una vez por todas con aquel sufrimiento.
No había nada por lo que seguir, nada me impulsaba a salir adelante, nada. Como había escrito hacía unos minutos, no vivir era todo lo que yo hacía. No tenía nada ni a nadie, nadie me echaría de menos.
Pero aun así, sabía que eso no era lo que mis padres habrían querido. Ellos no habrían querido que yo me sintiera así. No sabía cómo, pero puede que por esa misma razón, una parte muy pequeña de mi mente aún conservara una minúscula e insignificante gota de esperanza.

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