El resto de la semana se me hizo
lento y pesaroso. Una de las razones, sin duda la principal, eran las ganas que
tenía de que llegara el sábado. La espera se me antojaba eterna.
Tenía miedo por lo que pudiera pasar. En realidad,
era una bobada, porque les conocía desde hacía ya seis meses. Sabía que con Vic
no iba a haber problemas, pero en cambio con Cristhian... Sabía que problemas
no iba a haber, pero...qué iba a decirle si me preguntaba sobre lo que había
ocurrido hacía seis meses. Yo esperaba que fuera ya un tema olvidado, pero...¿y
si él le había estado dando vueltas como yo durante todo este tiempo?
Estaba
muy muy nerviosa. Y Vic lo notó, pero cuando me lo preguntó, le resté
importancia diciendo que eran cosas mías, tan solo tonterías sin ninguna
importancia, y aunque no quedó del todo convencida con mi respuesta, no
insistió.
Desde
que le había contado todo a Vic había más confianza entre nosotras. Era
un gran alivio que ella hubiera reaccionado así de bien. Por suerte, todo había
salido perfecto.
Mis
nervios iban en aumento a medida que la semana avanzaba, alcanzando su máximo
estado la noche del viernes, víspera de la salida. Hasta Cristhian me preguntó
por ello un par de veces. Coraline también se interesó.
– ¿Te
encuentras bien querida? Te veo un poco agitada esta tarde.
– Sí,
sí, estoy bien.
Tampoco
se quedaba muy satisfecha con mi respuesta, pero era en verdad la única que
tenía. Además, era cierta: estaba perfectamente.
Apenas
cené nada, ya que estaba segura de que en cuanto llegara a mi estómago lo
echaría de nuevo. Hasta me salté el paseo sagrado que Vic y yo nos dábamos cada
noche tras la cena. Le dije que necesitaba descansar, algo que era muy cierto.
Así que subí a mi cuarto y sin pensármelo dos veces, me tumbé en la cama y el
cansancio me venció.
La
odiosa melodía de la alarma del móvil me despertó a la mañana siguiente...bip–bip,
bip–bip, bip–bip...
No quería levantarme, tenía tanto sueño... No
recordaba la razón por la que debía levantarme, ¿para qué había puesto el
despertador a esas horas de la mañana?
Apagué
el despertador, que continuaba sonando, y me escondí bajo las mantas. Fue
entonces cuando me acordé de todo, y salté de la cama sin pensarlo.
¡Había
llegado el día!
Estaba
un poco empanada, así que me di una ducha rápida para despejarme un poco. Luego
me recogí el pelo hacia atrás con unas horquillas, y salí del baño.
Al salir
del baño miré por la ventana, y pude comprobar que aún nevaba. A la hora de
vestirme, opté por mis pantalones vaqueros favoritos, unos de lo más simple y
sencillo, un poco gastados por el uso a lo largo de los años, y con el bajo un
poco roto ya. Luego una camiseta, una chaqueta fina y encima una más gorda de
lana para no pasar frío. Saqué mis viejas Converse negras. Comodidad ante todo.
Cogí por
fin el abrigo y guardé en uno de los bolsillos el móvil y algo de dinero que
guardaba cuidadosamente.
Luego,
antes de salir, me puse alrededor del cuello una bufanda y unos guantes. Cerré
la puerta con llave tras de mí.
En el
pasillo me esperaba Vic, apoyada contra la puerta de su cuarto.
– Buenos
días dormilona.
– Hola
Vic.
– ¿Qué
tal has dormido? – me preguntó, con un gesto que no supe interpretar.
–
Pues...bien.
–
¿Seguro? – enarcó una ceja.
– Sí,
precisamente hoy he dormido bastante bien – no sabía a qué se refería.
– Pues
no me quiero imaginar cuando tengas pesadillas...
– ¿Por
qué?
– Porque
no has parado de hablar y gritar en toda la noche. Incluso entré en tu
habitación para ver que pasaba y te despertaste, pero me dijiste que estabas
bien y volviste a dormirte.
– ¿En
serio? – dije sorprendida –. No me acuerdo de nada.
Vic
asintió.
– Puede
que seas sonámbula y nunca lo hayas sabido.
– Sí,
puede... – de hecho, lo era cuando era más pequeña, pero no dije nada –. Bueno,
¿y que era lo que decía?
– Pues
no se te entendía muy bien, la verdad. Mencionaste a tu madre y luego algo de
una fuente y unos colgantes.
Lo de
siempre, vamos. Había vuelto a tener mis pesadillas. Por suerte, no recordaba
nada.
– No sé
Vic, sueño con mis padres muchas noches.
–
Lógico.
Hubo un
segundo de silencio.
– ¿A qué
hora hemos quedado con tu hermano? – le pregunté.
Miró el
reloj mientras contestaba.
– A las
nueve, y son...¡Las nueve y cuarto! ¡Vamos! ¡Hemos quedado con él hace ya diez
minutos!
Acto seguido
comenzamos a correr por los pasillos, a los que aún no había logrado
habituarme. Descendimos a toda prisa las escaleras y nos dirigimos a la puerta
del vestíbulo. Corrimos a toda prisa por el jardín en dirección a la verja de
entrada..
Cuando
llegamos a la puerta del jardín, comprobamos que Cristhian nos estaba esperando allí. A juzgar por la capa
de nieve que cubría sus hombros, debía de llevar allí esperándonos un buen
rato.
Cuando
llegamos, giró la cabeza y nos miró. Una sonrisilla traviesa se le escapó por
las comisuras de los labios.
–
Mmm...la puntualidad no es lo vuestro ¿no?
– Sabes
que no hermanito. Pero esta vez no he sido yo. A Kira se le han pegado las
sábanas esta mañana.
Yo me
encogí de hombros sonriendo un poco.
– Ah,
bueno, en ese caso... Estás perdonada. Pero por favor, vámonos ya, que en
cuestión de segundos me voy a convertir en un cubito de hielo.
– Pues
ya sabes lo que dicen. Nada mejor para combatir el frío que una taza de
chocolate caliente – dijo Vic.
– ¿Ah
sí? ¿Y quién lo dice?
– Yo,
claro.
Cristhian
se rió.
– Pues
estoy de acuerdo – dijo, asintiendo –. ¿Tú que dices, Kira?
– Me
apetece mucho.
– Pues entonces no se hable más – dijo Vic –, y
vámonos de una vez.
Cristhian abrió la verja y después salimos.
A la hora de montarnos en el coche, tuvimos un
pequeño dilema, ya que Vic insistía en que yo me sentara en el asiento del
copiloto , junto a Cristhian, mientras que yo la contradecía. Al final,
acabamos yo delante y ella atrás. No se dio cuenta de lo incómoda que me
sentía.
Durante el trayecto, Vic me contó que Cristhian
acababa de sacarse el carné un par de meses o tres antes de que yo llegara.
También que le gustaba mucho dibujar, y que lo hacía muy bien. Él me dijo que
algún día me regalaría un dibujo.
Yo no podía evitar echarle una mirada de vez en
cuando. Me fascinaban sus ojos verdes y sus carnosos labios...no podía evitar
pensar que era hermoso.
Vic no dejó de parlotear durante todo el trayecto,
evitando que se produjera esa incómoda situación de silencio y vacío que aparece
cuando no hay nada que decir. Y no sé exactamente cómo, pero al final acabamos
hablando de mi. Vic me preguntó sobre mi pasión por la lectura, y yo contesté
que era algo que me gustaba desde muy pequeñita. Que los libros me ayudaban a
evadirme de la realidad, transportándome a otro mundo en el que no existían problemas que no tuvieran una solución.
Continuó preguntándome cosas, como qué era lo que
más me gustaba hacer, aparte de leer, a lo que contesté que escribir, el cine y
la música; mi grupo favorito, mi autor favorito...
Siguió así hasta que al final llegamos al pueblo.
Aún nevaba con fuerza cuando aparcamos el coche en
una pequeña callejuela repleta de tiendas antiguas y locales abandonados.
Todavía era pronto, y no había casi nadie en la calle. Tan solo un hombre que
barría la nieve de las aceras y las dejaba limpias para evitar resbalones. Pero
eso no fue suficiente para anular mi torpeza, pues al salir del coche me
escurrí con la nieve y me caí al suelo, dándome un culetazo de película.
Desde allí abajo pude contemplar las caras de Vic y
Cristhian, en un intento por contener la risa. Yo, que no podía hacer otra
cosa, me reí, y ellos se unieron de buena gana.
Intenté levantarme, pero volví a resbalar y a caer,
lo que provocó aún más risas.
Al final, fue Cristhian quien me dio la mano para
ayudarme a ponerme en pie. En cuanto su mano tocó la mía, un escalofrío me
recorrió de arriba abajo, dejándome sin aliento. Esa fue la primera vez que
toqué su piel y sus manos, y fue...¿cómo explicarlo? Estaba hasta el gorro de
esa palabra, pero he de admitir que fue algo mágico. Su tacto era suave, y sus
manos grandes, cálidas y acogedoras. Tras levantarme del suelo, no me soltó
inmediatamente la mano, sino que fue como si el tiempo se congelara. Me miró
fijamente durante lo que parecieron horas. Luego, me soltó.
– ¿Estás bien? – me preguntó Vic, aún riéndose. No
parecía haber notado la chispa que acababa de saltar entre nosotros dos.
– Sí, sí, estoy bien – dije, forzando una sonrisa.
– ¡Chica! ¡Vaya culetazo!
– Ya... – suspiré –. Me pasa a menudo. No se puede
ser más patoso...
– ¡Ah!, no te preocupes – dijo entonces Cristhian
–. Vic tiene el premio a la chica más patosa de la historia, por méritos
propios. Es un peligro para la humanidad...deberíamos llevarla atada, no vaya a
ser que por su culpa se monte una catástrofe mundial.
– Tampoco te pases ¿no? – contraatacó Vic – , que
tú tampoco te quedas corto...¿recuerdas aquella vez en el centro comercial...?
Comenzaron a hablar de antiguos recuerdos de la
infancia y yo desconecté.
Aún estaba en estado de shock, asombrada e
intimidada por la chispa que había saltado hacía apenas unos minutos. Cuando
sus ojos verdes se habían encontrado con los míos, mi corazón se había detenido durante unos segundos, para
después alzar un vuelo alocado...
– ¿Kira?
La voz
de Vic me sacó de mi ensoñación, cortando el hilo de mis pensamientos.
– ¿Sí?
– Ya
hemos llegado.
Entramos
en un local viejo con muebles de madera vieja y oscurecida por el paso del
tiempo. Olía a una mezcla de antiguo con chocolate. Hacía calor, así que me
quité el abrigo.
El local
estaba iluminado por una espléndida lámpara de cristales en forma de lágrimas
que colgaba del techo. Emitía una luz cálida, como amarillenta, que
proporcionaba al pequeño lugar un aspecto hogareño.
En el
fondo se encontraba la barra, también de madera, que estaba prácticamente
vacía, excepto por el camarero y por un hombre ya entrado en años que daba
pequeños sorbos a una taza de chocolate.
Había
diez o doce mesas dispuestas por todo el local, pero tan solo una estaba ocupada.
Eran un chico y una chica que se habían instalado en una mesa apartada y que
disfrutaban ya de su chocolate mientras hablaban en voz baja.
Vic me
tomó del brazo y me guió hasta la barra. Nos atendió un hombre de mediana edad,
con una camisa blanca.
Cristhian
pidió por los tres un chocolate con unos churros.
Cuando
los chocolates estuvieron listos, los cogimos y nos fuimos a una mesa cercana a
un radiador. De nuevo. V se las apañó para que Cristhian y yo nos sentáramos
codo con codo, lo que no me hizo ni pizca de gracia. En cambio a él, parecía
divertirle mi visible incomodidad, pues mientras tomaba su chocolate, se
dibujaba en las comisuras de sus labios un amago de sonrisa que no hacía sino
que me enfuruñara aún más.
Me
centré en la taza de chocolate que tenía entre las manos, pero al llevármela a
la boca...
– ¡Ay!
– ¿Qué
ocurre? – preguntó Vic.
– ¡Esto
está abrasando!
Mi mala
suerte y mi falta de cuidado causaron risas de nuevo.
– ¿Pero qué os hace tanta gracia a vosotros dos? Ya
os he dicho lo patosa que soy.
– Lo siento Vic pero Kira acaba de copar el
puesto de mala suerte – me miró divertido.
– Jaja – dije yo –. Qué chispa.
Cuando el chocolate se enfrió un poco, resultó ser
una delicia para el paladar, y acabé que me salía chocolate por las orejas.
Hacía mucho que no tomaba algo tan extremadamente delicioso.
– Estaba buenísimo – les dije –. Creo que voy a
desayunar aquí cada mañana.
– Ya, qué más quisieras – me contestó Vic –,
aunque...un día podemos probar a hacerlo nosotras...puede se divertido.
– ¡No! – exclamó Cristhian –. Puede ser una
catástrofe. ¡Yo no quiero verme implicado!
– Pues tú te lo pierdes – contestó su hermana.
Durante un rato disfrutamos del calorcito de la
calefacción, encendida al máximo para poder calentar el local.
Tras decir que no nos acostumbráramos a que nos
invitara, Vic se levantó y se dirigió con sus graciosos andares a la barra a
pagar. La observé mientras se dirigía hacia al camarero.
Durante unos instantes, decidí no romper el
silencio, pero al final lo hice.
– Sois iguales.
– ¿Iguales dices?
– Sí, físicamente sobretodo: pelo oscuro, tez
clara, ojos verdes... Pero también en la forma de ser – hice una pausa –. No
sé, os parecéis mucho – sonreí y le miré –. Vamos, como si fuerais hermanos.
Se rió, y luego me miró durante unos segundos a los
ojos, hasta que desvié mi mirada hacia la taza de chocolate vacía.
– ¿Qué fue lo que pasó? – me preguntó entonces.
– ¿A qué te refieres? – sabía perfectamente a lo
que se refería, porque llevaba meses deseando que esa pregunta no fuera
formulada nunca. Aún así, ahora tenía que enfrentarme a ella cara a cara y no
se me ocurría una excusa convincente, así que mi primera defensa fue hacer que
no sabía a lo que se refería.
– Pues a lo que pasó aquel día en el jardín, cuando
casi te pierdes.
Vale, bien. Primer intento fallido. Ahora tocaba
decir que no lo recordaba demasiado bien.
– No sé, fue hace ya seis meses y no me acuerdo muy
bien...
Enarcó una ceja y sonrió con ironía.
– Esas cosas no se olvidan.
No me quedaban más excusas.
– Bueno...es una larga historia.
– Tengo tiempo.
– Ahora no – le dije mirándole a los ojos.
– De acuerdo. Pero me debes una explicación.
– Trato hecho – sonrió mientras yo forzaba una
sonrisa.
Justo en ese momento llegó Vic, sonriendo también.
– ¿A que no sabéis lo que he visto?
– ¿El qué? – preguntó Cristhian.
– Van a representar en el teatro del
pueblo...¡Romeo y Julieta!
– ¡Me encanta “Romeo y Julieta”! – dije yo –. En
verdad, soy una fan de Shakespeare.
– Mmm...¿de qué me suena eso? – dijo Cristhian –.
Creo que a Vic también le gusta un poco...
– ¡Lo adoro! – exclamó ella –. Tenemos que ir un
día a verla.
– Bueno, chicas, deberíamos irnos ya. Aun tenemos
que hacer un montón de cosas.
En la calle seguía haciendo un frío de muerte. No
había parado de nevar. Me ceñí bien al cuello la bufanda de lana, un regalo de
mi padre, y metí las manos en los bolsillos para calentármelas. Las tenía
heladas incluso con los guantes puestos y con el reciente calor del chocolate.
Cristhian se acercó a mí por detrás y caminó a mi
lado. Nuestros brazos se tocaban a cada paso que dábamos, y cada vez saltaba de
nuevo esa chispa...mágica.
De repente, un buen trozo de nieve calló del tejado
de una casa y fue a parar, cómo no, sobre mi cabeza. Me detuve en seco,
empapada, y giré la cabeza lentamente para mirar a los dos hermanos.
Mi aspecto debía de ser muy cómico en aquellos
momentos, pues comenzaron de nuevo a reírse de mí.
Miré hacia arriba para comprobar de dónde había
caído aquella porción de nieve suicida, pero resultó no ser una buena idea. En
el momento en que alzaba la cabeza, se desprendía otro trozo de nieve, ahora
sobre mi cara, provocando aún mas risas.
Sólo había una forma de acallarlas...
Sin perder un instante me agaché y comencé a
tirarles bolas de nieve, a las que correspondieron de buena gana, comenzando
así una batalla campal en plena calle.
A medida
que la batalla se desarrollaba, sin tregua, llegamos a la plaza central.
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